y para siempre en tus manos, nena
Una
prueba, a ver si se puede seguir escribiendo.
Las
cosas no están. Cada vez más es todo paisaje, es todo fondo. Quiero escribir
algo inocente, algo coloquial y chiquito como la palabra chiquito. Pero me da
náuseas. “A los 24 aprendí a abrazar el veneno primordial”. Me espanto y me
planto sobre esta claridad.
Mejor
el verso.
El
verso siempre es inocencia. Pero no.
Penetrando al aire las babas de diablo,
las babas del sexo.
Esta noche es todo perro, todo rabia, todo animal ilimitado.
Envidia por el veneno. Lo tengo en el cuerpo y me constituye. Envídienme, yo lo
abrazo. No discuto su profética supremacía. Qué palabras tan grandes, qué
placer infinitamente sexual. Y me apropio. Me apropio de este cuerpo débil, de
este cuerpo marcado y esta energía frenética en constante reposo, que rebota
contra sí misma hasta el aturdimiento. De las venas balbuceantes de esmeraldas.
Si mis manos pudieran fluir como este veneno sería, por fin, toda yo.
Quién pudiera llegar al centro, a la criatura agazapada -mi
criatura no tiene edad, no tiene entendimiento, es el centro por pura
casualidad geográfica, por necesidad que tienen todas las cosas de tener un
centro-. Serían risas o gritos de horror, lo que resonaría en esa cámara. Las
puertas están cerradas, desde ahora y para siempre.
Soy mía.
Así es todo, también, sincero?
Brindo por eso y destrozo la copa de una vez. Por la pérdida de la inocencia, por el
desfloramiento de la conciencia. Una flor? Mentirosa flor; traicionera. Cuán
fragmentario es este paisaje. No hay objetos y no hay unión?
Todo, simplemente, explotó. Comprendámoslo de una vez.
Mi niña y yo estamos felices destripándonos. Yo le muestro
la que nunca será; ella me muestra la que ya no puedo ser. Y sufrimos y reimos
y damos nacimiento a un eco invertebrado que se cuela por las grietas de este
invierno caparazón.